A estas alturas ya te habrás acostumbrado a oír hablar de la crisis.
Las crisis que estamos viviendo en los países desarrollados es una situación de reajuste que se está produciendo tras un periodo de superproducción y consumismo salvaje. Es el resultado de una saturación del sistema económico capitalista.
En algunos lugares del mundo hemos vivido durante décadas como si el desarrollo pudiera seguir una progresión de crecimiento continuo e ilimitado, sin tener en cuenta los costes que eso podría tener a muchos niveles, tanto social, como económico o medioambiental. Y, en general, en las épocas de bonanza nos hemos ocupado bastante poco de empatizar con otros seres humanos que estuvieran viviendo situaciones peores que las nuestras para intentar ayudarlos a salir de ellas. Más bien todo lo contrario: hemos ido a sus países a aprovecharnos de sus recursos o a montar fábricas para obtener mano de obra barata, para poder ser más competitivos en nuestros mercados y adelantas el consumo voraz en los países económicamente desarrollados.
Ahora, de repente, tenemos miedo a la crisis... a perder nuestro empleo, y nos aferramos a nuestros puestos de trabajo, aunque eso suponga aceptar peores condiciones laborales, como horarios más prolongados por el mismo salario o sueldos mucho más bajos.
Pero debemos ser conscientes de que hay millones de personas en el planeta que, si nos oyeran lamentarnos de nuestra crisis, se quedarían asombradas. Un gran parte del planeta vive una realidad tan difícil que a duras penas la podemos imaginar. Crítico es no tener más que un dolar diario para vivir. Crítico es nacer sabiendo que tu esperanza de vida con suerte serán cuarenta años, mientras que en otros países se vive hasta los ochenta, por lo menos. Crítico es tener que caminar varios kilómetros cada día para poder beber agua potable. Crítico es ver que a tus hijos se les pasean las moscas por la boca, que mueren de enfermedades, y no tener medicinas que darles. Eso sí que es una crisis en toda regla. Y es algo que ocurre día tras día en muchos lugares del planeta. Es la realidad diaria de millones de personas desde hace décadas, por no decir siglos, con la que nacen y mueren durante generaciones.
El hecho de relativizar la situación privilegiada que tenemos en un mundo desigual en ningún caso debe llevarnos a contentarnos con lo que tenemos y asumirlo sin más. Todo lo contrario. En vez de ser conformistas, debemos ser aún más exigentes para intentar evitar que se den situaciones de injusticia. Ya que tenemos muy poco margen de maniobra para mejorar las vidas de personas de realidades lejanas, al menos debemos ser responsables con lo que sí podemos cambiar, con lo que tenemos entre manos, con nuestra realidad cotidiana.
Una de las mejores armas para manipular a la gente es el miedo. Si tenemos miedo a perder lo que hemos conseguido aceptaremos cualquier cosa, como, por ejemplo, condiciones laborales inaceptables, sueldos míseros para hacer largas jornadas de trabajo, contratos basura, alquileres por las nubes, y un largo etcétera. Perderemos mientras otros seguirán ganando a nuestra costa. Cuantos más seamos los que no tenemos miedo a exigir lo que es justo, aunque inicialmente eso suponga tener que perder algo una falsa seguridad, más fuerza tendremos para defender el derecho a una vida digna en todos los ámbitos, ya sea laboral, familiar, personal, etc.
Este momento histórico nos está pidiendo a gritos que revisemos lo que sido nuestra forma de vida durante las últimas décadas, nos replanteemos si nos ha conducido a la felicidad e inventemos nuevos horizontes, más conscientes y solidarios.
Es una ocasión para entender profundamente e interiorizar la idea de que no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita.
Fragmento del libro Vivir mejor con menos de Ana García
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Sensaciones que revolotean en mi mente