Doce en punto de la mañana. Marta no sabe a dónde va. Sale de casa, pero aún no sabe a dónde va.
Como siempre, Marta siente, en todo momento siente y, cada vez, de forma diferente.
Es fácil para Marta, esta vez como tantas otras, sentirse insegura.
Está bajando las escaleras de su edificio, y ya percibe su impermeabilidad al mundo, como si una película de vacío la separara del universo presente. Se siente menos existente que el resto de seres, tanto vivos como inertes. Sensación causa de la desgracia.
Enciende su iPod para volver a existir, o para volver a evadirse y desaparecer, pero sintiéndose al menos algo viva, sensible y sensitiva.
Una vez existente, o al menos presente y confusa y, por supuesto, insegura; absorbe la primera bocanada de aire fresco que, heroicamente, se acerca a ella cuando Marta abre la puerta del portal, saliendo a la calle y dejando atrás la sucia fachada.
La humedad es altamente presente, el aire es frío y parece ser visible; y acecha la lluvia casi como torrencial, arrastrando penas y pensamientos.
A Marta le duele la cabeza, como todos los días en los que las nubes parecen sacar brillo a las cabezas, y las presiones son tan bajas que pueden notarse los sesos queriendo salir del cráneo. Sí, a Marta, le duele la cabeza.
Mejor que nadie, ella sabe que hoy es un día doloroso para el alma, a la cual le están saliendo los dientes, y va a llorar por joven, inmadura e insensata; por falta de experiencia.
Camina por la calle adecuando la infinita marcha de sus pasos a la esencia de la música, que es de vida y existencia.
Mira al cielo, se siente incomprendida. Es adolescente.
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Sensaciones que revolotean en mi mente